viernes, 9 de mayo de 2008

LA VIOLENCIA MACHISTA NO DA TREGUA

El goteo agosteño se ha convertido en chorro: apaleada, estrangulada, apuñalada. La modalidad, a elección del amo: la maté porque era mía. Difícil ha sido sacar a luz los problemas. Veinte años atrás, las feministas empujábamos con insistencia (y pobres resultados) a los poderes públicos y mediáticos para que afrontaran la problemática específica de la mujer. Ahora es frecuente su tratamiento en los medios. Las medidas para corregir la desigualdad por razón de sexo son ya numerosas aunque incompletas. Sin embargo, este esfuerzo encuentra resistencias soterradas, en la mayoría pasiva e indulgente y en la minoría exacerbada que incrementa el lado más duro de la conducta machista: la violencia con resultado de muerte. Algo que debería alarmar a la sociedad tanto como el terrorismo. La erradicación de la violencia sexista no permite vacaciones. La responsabilidad de atajar tal lacra no concierne sólo a los políticos: lo suyo es legislar, sancionar y prevenir. Pero nada será suficiente si no se consigue implicar a la mayoría social en el empeño. Además, tampoco puede abordarse el tema de la violencia en abstracto, al margen de los factores que la propician. Y que no se reducen a la independencia económica de las mujeres; un factor importante pero con doble consecuencia: facilita la decisión de la victima de apartarse del agresor, pero decide a éste a pasar de los golpes a las puñaladas. Hay que incidir en otros elementos intervinientes.

Hoy, la muerte de mujeres a manos de sus compañeros se condena desde cualquier opción de pensamiento, con convicción o sin ella (lo contrario sería políticamente incorrecto) pero eso sí: desvinculándolo del concepto feminista de igualdad e incluso como algo ajeno al propio feminismo. Muchas personas dicen estar en contra de la violencia machista, pero a continuación afirman no ser feministas. Y esto es grave porque no pueden disociarse los malos tratos y las muertes de mujeres, de las carencias y discriminaciones que las han relegado a una consideración de menor rango humano. El problema de la mujer es universal y complejo. Su solución requiere un descomunal esfuerzo de la sociedad: no puede haber tibieza ni relajación y, sobre todo, hay que educar, cambiar la mentalidad, remover principios asentados en el subconsciente durante siglos, empleando todos los medios institucionales y no formales. Porque sólo cuando la sociedad al completo contemple a la mujer como persona equivalente al hombre, autónoma, dueña de su vida, compartida o no, sólo entonces podrá desaparecer la violencia específica contra ella. El feminismo que, substancialmente, busca el perfeccionamiento de la democracia y la armonía entre los seres humanos, tiene que seguir activo; es actual y necesario para afrontar los nuevos retos. Los problemas persisten: las generaciones más jóvenes deben completar la labor de sus madres, implicando a la sociedad en una educación que propicie otra visión de las mujeres.-
(Publicado en Cuadernos para el Diálogo. Número 4. Octubre 2005)

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